Algunas personas ancianas están oprimidas por el miedo a la muerte. Durante la juventud, este sentimiento está justificado. Los jóvenes que tienen razones para temer que los maten en alguna batalla, pueden justificadamente sentir amargura al pensar que se les ha robado lo mejor que la vida es capaz de ofrecer. Pero, en un anciano, que ha conocido las alegrías y las tristezas humanas, que ha terminado la obra que le cabía hacer, el temor a la muerte es algo abyecto e innoble. El mejor modo de superarlo —por lo menos, ésta es mi opinión— consiste en ampliar e ir haciendo cada vez más impersonales sus intereses, hasta que, poco a poco, retrocedan los muros que encierran al yo, y su vida vaya sumergiéndose crecientemente en la vida universal. Una existencia humana individual debería ser como un río: al principio, pequeña, estrechamente limitada por las márgenes, fluyendo apasionadamente sobre las piedras y arrojándose por las cascadas. Lentamente el río va haciéndose más ancho, las márgenes se apartan, las aguas corren más mansamente y, por último, sin ningún sobresalto visible, se funden con el mar y pierden, sin dolor, su ser individual. El hombre que, en su vejez, sea capaz de considerar su vida de esta manera, no sufrirá el temor a la muerte, pues las cosas que él estima seguirán existiendo. Y, si con la decadencia de la vitalidad aumenta la fatiga, no será mal recibido, entonces, el pensamiento de que está próxima la hora del descanso. Yo desearía morir en pleno trabajo, sabiendo que otros continuarán lo que yo ya no puedo hacer, y contento al pensar que se hizo lo que fue posible hacer.
Bertrand Russell y las etapas de la vida